Por: Gerardo Mata
M
i hija me preguntó: “¿qué opinas de la gente que vende su credencial de elector por una despensa o por unos cuantos pesos?” Los hijos hacen a los padres preguntas que a veces son difíciles de contestar. Este es el caso de una de ellas. Lo primero que vino a mi mente es que estas personas son auténticos y verdaderos traidores de la democracia, que el voto debiera ser obligatorio y su omisión castigada; que tal transgresión debiera ser constitutiva de delito grave y, por ende, sancionada. Pero de inmediato se superpuso el pensamiento de la libertad de las personas como un primer argumento para entender que cada quien, siendo dueño de su voto, puede decidir emitirlo a favor de algún candidato o partido político, o bien no emitirlo a favor de nadie. Pensé también en que lo que mueve a quienes venden su credencial de elector, o la cambian temporalmente, o venden su voto a cambio de quinientos, mil pesos o más, o por una despensa, son movidos originalmente por su necesidad económica y alimentaria, lo que es comprensible en un país en donde más del 70 por ciento de las personas no tienen la garantía plena de que mañana van a comer algo. La pobreza y la democracia son incompatibles.
Más tarde revisé cómo es que ha evolucionado la democracia en México, cómo transitamos de un sistema autoritario a uno simulador e hipócrita, a través de años insoportables de lucha armada a principios del siglo XX. Arribamos a un sistema autoritario y dictatorial, cínico y desalmado, impuesto por la oligarquía nacional que gravó sus condiciones a fuego y sangre, y sembró la dureza de sus reales con la sangre de los mártires de Tlatelolco en 1968 y en la calzada México Tacuba en 1971 y en todos los años de guerra sucia con los miles de desaparecidos que son herencias familiares de muchas familias mexicanas. Esta misma oligarquía llegó al fin en la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, a incorporar al país en un sistema empobrecedor, con una ausencia cada vez más marcada del Estado y una presencia cada vez más cínica de los grandes capitales como tomadores de decisión.
Es en este contexto en donde aún no se seca la sangre de la guerra sucia, y en donde aún no hay paradero conocido de nuestros familiares desaparecidos, en donde el sistema crea el Instituto Federal Electoral (el 11 de octubre de 1990), que se autodenomina “ciudadano” y se dice “una de las instituciones más confiables entre la ciudadanía”. Este instituto ha tenido hasta la fecha 3 presidentes, ninguno de ellos electo mediante el voto de la ciudadanía (¿un órgano democrático en donde no hay democracia? Una de las múltiples paradojas nacionales); 29 consejeros electorales, que tampoco han sido electos por la ciudadanía; 7 consejeros magistrados, tampoco electos por la ciudadanía; 5 secretarios ejecutivos, tampoco electos por la ciudadanía; 3 directores generales, tampoco electos por la ciudadanía; 2 secretarios generales, tampoco electos por la ciudadanía; 4 contralores internos, tampoco electos por la ciudadanía; y 1 contralor general, tampoco electo por la ciudadanía. En 20 años de historia y simulación de la democracia, sólo 54 personas han sido las responsables de administrar las elecciones multimillonarias de un país de casi 114 millones de habitantes. Estas personas además de los representantes de los partidos políticos registrados en el mismo IFE, que son quienes realmente dictan la agenda presuntamente ciudadana.
El IFE va a organizar apenas su cuarta elección presidencial, tras el parteaguas que antecedió a su creación con el gran fraude de 1988; luego del último gobierno priísta de la historia (Ernesto Zedillo) y de los dos más grandes errores: un presidente torpe que creó una imagen internacional de un México belicoso y proyanqui; y un genocida que ha sembrado de muerte y dolor el país. Esto es que la democracia simulada creada por la oligarquía y regulada por ella misma, no ha otorgado al país los resultados esperados en términos de desarrollo social, libertad y respeto a los derechos humanos. Por el contrario, esta democracia ficticia ha generado malestar nacional y una brecha cada vez más amplia entre los pocos ricos que atesoran la riqueza nacional (entre ellos el hombre más rico del mundo) y los más de 75 millones de personas que carecen de garantías elementales para la sobrevivencia o una vida digna.
Reza la máxima bíblica: “por sus frutos los conoceréis”. El IFE no cuenta con ningún elemento, por mínimo que sea, que pueda señalarlo como “institución ciudadana”, ni como “institución confiable”, y mucho menos como “garante de la democracia”, como no sea sus propias autodenominaciones (estas y otras) que se ven en sus publicidades. México no cuenta con un sistema democrático confiable; los partidos políticos se autorregulan de facto, por lo que es posible que los espacios de elección popular favorezcan más a la oligarquía que a la ciudadanía misma. No sobra decir que en este mismo contexto y cortados con la misma tijera están los institutos electorales de los estados.
México no es un país en donde tenga cabida la democracia; no todavía. Entre la simulación electoral de Porfirio Díaz, la imposición a tiros de los presidentes durante el periodo de “la bola”, el cinismo de la dictadura priísta, la solución a madrazos de la guerra sucia, la “caída del sistema” del 88, y la imposición del IFE no existe ninguna diferencia.
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